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El hombre del lago -

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El millonario británico y su estancia en la Patagonia

¿Quién es Joseph Lewis, el millonario que alojó en su casa al Presidente Mauricio Macri? En el libro “La Patagonia vendida. Los nuevos dueños de la tierra”, publicado por Marea, Gonzalo Sánchez cuenta las fiestas que el inglés organiza para chicos de la zona y el hospital que , a raíz de las críticas por no dejar que los vecinos visitaran el Lago Escondido, decidió no construir en el Bolsón.¿En qué invierte el empresario?


Con el tiempo, lo aprendí: esta clase de hombres proceda de otra forma.

–¿Podés estar el sábado a las 12 del mediodía en la tranquera de Hidden Lake?

Preguntó, amable, vía mail, un asesor, Julio Álvarez.

–Bueno, eso depende de algunas cosas –dije, después, por teléfono–. En primer lugar, estoy atado a la disponibilidad de pasajes. Es miércoles. Buenos Aires es un infierno y es diciembre, los vuelos se llenan más rápido en vísperas de Navidad.
Trataba, de la manera más elegante, de pedir margen, dos días más: ¿por qué no el domingo o el lunes?
–Mirá, Joe vuelve a Londres después de este sábado y reservó este espacio para que lo conozcas. Va a venir otra gente, es la fiesta de la familia. Confirmemos cuanto antes y decinos si venís con alguien, así lo contamos para el almuerzo. Hay asado.
–Ok. Les aviso.
Un pasaje fue la salvación y San Carlos de Bariloche la última escala antes del destino final, la ciudad de El Bolsón, al sur de Río Negro.
Del otro lado de las montañas, en la Patagonia, esperaba el magnate (primer detalle: término que no le agrada en lo más mínimo).
–Ya está. Conseguí.
–Muy bueno, te esperamos: anunciate a las doce del mediodía en la entrada de Hidden Lake.
–Ahí estaré.
A 92 kilómetros del paraíso, en la ciudad de San Carlos de Bariloche, comienza la historia del vecino más extravagante de la localidad de El Bolsón. Allí el hombre tuvo un sueño y lo edificó con su fortuna. El edén hecho a la medida del único dueño del paisaje. O el enclave, un país dentro de otro país, el sitio donde ese hombre siente que es el primero de los hombres.

Un punto de partida: 1996.

Las primeras noticias del vecino inglés en el fin del mundo fueron simultáneas con el segundo mandato presidencial de Carlos Menem, cuando el proceso de venta de la tierra en la Patagonia entró en una curva ascendente y sin freno. Con la llegada de Néstor Kirchner al poder, el “pasamanos” del espacio austral continuó con idéntica voracidad. Frenaría, en algún sentido, muchos años después.

Pero es, ahora, el año 2004.

El escenario del primer acto está delimitado por una geografía popular: frente al casco histórico del Centro Cívico de Bariloche, la estatua del general Julio Argentino Roca, líder militar del exterminio indígena conocido en libros de historia como “Conquista del Desierto”, luce poderosa, plomiza y “escrachada” con pintadas de protesta. Están, en el horizonte, la naturaleza viva, los picos dentados del cerro Catedral. La gente y el consumo. El dinero, el crimen (como se verá) y otro invierno frío. La Argentina florece a tres pesos un dólar en la capital de los egresados y el flujo de extranjeros es como una avalancha que arrasa con todo a su paso. El turismo VIP es cada día más premium, pero los barrios pobres que rodean la ciudad son cada día más pobres, y la leña, igual que todos los inviernos, cotiza como el oro. Como la tierra, privilegio de unos pocos.
(…)

El misterioso dueño de una porción del paraíso, Joseph Lewis, es un señor británico de 68 años, casado, con dos hijos, Charles y Viviane. Pero es, además, el dueño de la sexta fortuna del Reino Unido. Eso equivale a decir que don Joe es titular de una masa de dinero en permanente movimiento que suma, según datos de la revista Forbes, 2.200 millones de dólares. En la lista 2004 de los hombres más ricos del mundo, realizada por esa misma publicación, ocupa el puesto 356.

Lewis vive entre Londres, Orlando, la Patagonia y las islas Bahamas, el más exclusivo paraíso fiscal. Sabe cultivar el bajo perfil y la discreción a ultranza. En Gran Bretaña prácticamente nadie conoce su cara. No quiere publicidad de ningún tipo y muy pocos medios periodísticos han podido publicar fotografías suyas. Pero sí han contado historias y se sabe que su fuerte es la especulación financiera, los negocios inmobiliarios a gran escala y la inversión en investigación genética y tecnológica, entre otras cosas. Cuando habla de su filosofía en el mundo de las finanzas, pragmático como nadie, suele resumirlo todo en una sola frase: “Hacer lo correcto, en la forma correcta”.

Lewis colecciona obras de arte y suele ser noticia cada vez que destina dinero a múltiples proyectos de investigación científica. Desde 1997, en el MD Anderson Cancer Center de Orlando, Florida, funciona el Charles Lewis Institute –en homenaje al padre del businessman británico–, una fundación dedicada a la búsqueda de vacunas contra el cáncer y otras enfermedades.

Viene de un típico hogar de clase media y no fue a la universidad, pero eso no parece haber sido un escollo para él. Se inició en el mundo del trabajo de adolescente, como empleado de una empresa de catering en el East End de Londres, el barrio de clase media de las afueras de la capital británica donde vivían sus padres, y muy temprano descubrió una especial capacidad para operar con divisas. “Al principio –suele decir– mi único objetivo era poner comida en la mesa”.

Así fue como se volcó al mundo de las finanzas y, muy rápido, se convirtió en agente de bolsa. Antes de llegar a ser considerando un líder de mercado y de opinión, como sucede hoy, en la década de los 70 fundó el Tavistock Group, una corporación que, como un pulpo, supo expandir sus tentáculos a negocios de todo tipo. Según dice la página web del grupo, la familia Lewis es la accionista mayoritaria del Tavistock, y Joseph su presidente, desde luego.
Como tal, Lewis se convirtió en uno de los developer más extravagantes del planeta. También en un personaje habilidoso para esquivar escándalos.

En 2001, antes de que la casa de remates Christie’s se viera envuelta en una serie de denuncias relacionadas con el tráfico de reliquias, el financista vendió sus acciones por 350 millones de dólares y se marchó, antes de convertirse en noticia, a continuar con sus otros negocios. Que son demasiados, prolíficos y de lo más variados.

Las inversiones más fuertes del Grupo se producen en el área de investigación genética y nuevas medicinas. La Tavistock Life Sciences, por ejemplo, controla las compañías de biotecnología de San Diego, donde varios laboratorios ensayan experimentos con nuevas medicinas y compiten por el hallazgo de una vacuna que alargue la vida o que cure todos los males del mundo. Lewis controla personalmente todos los avances científicos de cada investigación.

En Siberia, invierte en extracción de gas y petróleo. En México, el Tavistock pisa fuerte en la industria del aluminio.

Posee además negocios inmobiliarios en el Reino Unido, Estados Unidos y Bahamas. Y clubes de fútbol en el corazón de Europa. La totalidad del paquete accionario del Tottenham Hotspur inglés, equipo del que Lewis es hincha fanático, pertenece a ENIC, la división del Tavistock que también es dueña de acciones del Glasgow Ranger escocés, del Vicenza italiano y del AEK griego. En 2004, la revista europea de deportes Four Four Two, publicó el ranking de los dueños de clubes de fútbol más ricos del mundo: Lewis apareció segundo, detrás del misterioso magnate del petróleo ruso, Román Abramovich.

Pero el Tavistock invierte también en negocios textiles. Lewis es dueño de la marca de ropa alternativa Vans (indumentaria de skate, snowboard y deportes extremos), de la conocida Puma (deportes en general) y de la femenina Gottex (ropa interior y otras prendas).

Las inversiones siguen. Los dos campos de golf más exclusivos de los Estados Unidos, el Lakenona Golf & Country Club y el Isleworth, donde juega Shaquille O’ Neal, pertenecen al grupo y están gestionados directamente por la hija de Joe, Viviane, de 25 años. También pertenece al Tavistock el Albany Golf, de Islas Bahamas, emprendimiento del que participa el rey de los links Tiger Woods, y otros golfistas de primera línea.

Los asesores de Lewis aseguran que su jefe no tiene intereses comerciales en la Argentina, que ha elegido este país para venir a descansar cada vez que el tiempo se lo permite. Pero según dice la misma página web de la compañía, la corporación que preside sí que ha desembolsado capitales en el país. El Tavistock fue dueño de la cadena de heladerías Freddo, con treinta filiales repartidas entre Buenos Aires y las principales ciudades del interior, y otras cuatro en Uruguay. Igual que la cadena de cafeterías Aroma, aparecidas en el país a fines de la década de los 90.

Pero el negocio central está relacionado con la explotación de recursos naturales. Lewis, a través de Tavistock, es dueño de Pampa Energía S.A., “la empresa integrada de electricidad más grande de Argentina”, según su página institucional. A través de sus subsidiarias, participa en la generación, transmisión y distribución de electricidad en el país. La página oficial describe su actividad: “El segmento de generación de la compañía cuenta con una capacidad instalada de 2.217 MW, lo que representa alrededor del 7,5% de la capacidad instalada de Argentina. En el segmento de transmisión, Pampa Energía cocontrola otra empresa del grupo, Transener, operadora de la mayor red de transmisión en alta tensión de Argentina que abarca más de 11,7 mil km de líneas propias, así como también 6,1 mil km de líneas de alta tensión de su subsidiaria Transba”. El segmento de distribución está compuesto por 3,6 millones de clientes correspondientes a Emdersa, Eden y Edenor, la mayor distribuidora de electricidad de la Argentina, con más de 2,7 millones de clientes y cuya área de concesión abarca la zona norte de la Ciudad de Buenos Aires y el noroeste del Gran Buenos Aires. La Compañía se encuentra listada en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires (BCBA) bajo el ticker “PAMP” y es parte del Índice Merval con una participación del 5,1%. Además, Pampa comenzó a cotizar en el NYSE (New York Stock Exchange) el 9 de octubre de 2009.

Otro de los sectores donde el grupo se hace fuerte es en la gastronomía –donde Lewis tuvo su primer trabajo–, con cadenas de restaurantes en California, San Francisco y Napa Valley. La lista en los Estados Unidos es extensa.

A esa división corporativa pertenecieron dos franquicias famosas durante los años 90: el Planet Hollywood y el Hard Rock Café, verdaderos colosos de la industria del esparcimiento.

De aquí surge una de las creencias falsas más famosas de la Patagonia vendida. Cuando en 1996, el diario Clarín publicó que el actor estadounidense Sylvester Stallone había venido al país para comprar tierras en el Sur, no estaba haciendo más que amplificar una mentira originada en Bariloche. Aquellos días el rumor estaba vivo y se propagaba con velocidad. En toda la región se comentaba que andaban enviados de la superestrella de Hollywood eligiendo propiedades para adquirir, y que los Van Ditmar los estaban asesorando. Algún crédulo, incluso, fue más allá y lanzó la especie de que, en realidad, era Stallone en persona quien había cabalgado como un viajero romántico por la zona de Cholila, en Chubut, eligiendo tierras para construir una mansión con costa de lago. La mentira tomaba forma y el mito crecía como crecen los mitos en la Patagonia, donde todo es desmesura.

Pero lo cierto es que era Lewis el único que había llegado para invertir en naturaleza. No hacía falta hurgar demasiado para confirmarlo. A pesar de ser una ciudad importante, Bariloche conserva un espíritu de pueblo. Allí se conocen todos y los periodistas saben hasta lo que todavía no ocurrió.
(…)
Lewis, entonces, caminaba la Argentina por segunda vez (la primera visita había ocurrido en 1992, luego de una invitación de su amigo, el multimillonario australiano Kerry Packer) y estaba decidido a desembolsar el dinero que fuera necesario para comprar el edén, o lo más parecido. Le interesaban Salta, Misiones y la Patagonia. Don Van Ditmar le habló de la familia Montero, unos pobladores baqueanos habitantes de tierras soñadas a orillas de un lago verdaderamente oculto, casi desconocido, un lugar primitivo y fantástico.

Le habló de El Bolsón, una localidad abrazada por montañas, en donde los atardeceres son rojos y las noches luminosas, con el cerro Piltriquitrón como guardián inobjetable, al sur de Río Negro. Un valle fértil con microclima, habitado por artesanos, gauchos dedicados a la ganadería, empleados públicos y productores de fruta fina.(…)

Lewis contrató a Nicolás Van Ditmar como nuevo capataz (también es su socio), y fundó Hidden Lake S.A., una empresa, en los papeles, dedicada a la exportación de materiales para la construcción. En la página web del Tavistock, Lago Escondido figura en el rubro de negocios agrícolas. Y se presenta así: “Preservando las montañas y planicies de la Patagonia. A través de la administración de 78.000 m2, Lago Escondido es una estancia argentina en desarrollo, dedicada a mejorar y proteger el extraordinario paisaje de la región oeste de la Patagonia. Lago Escondido sostiene programas que favorecen el medioambiente en relación a la tierra, la agricultura, los bosques y la fauna”.

Decidí viajar hacia el lugar.
(…)
Fines de diciembre. Lewis celebra, como todos los años desde que llegó a la región, el día de la familia y la fiesta de Lago Escondido. Todos los chicos de orfanatos de Bariloche y de El Bolsón fueron invitados a la fiesta. Esa invitación, desde luego, incluye pasaje de ida y vuelta. En la última semana los empleados de Hidden Lake se encargaron de contratar agencias de micros de toda la zona para traer a los niños hasta la estancia.

Estoy sentado en el primer asiento de uno de esos colectivos, rodeado de colegiales provenientes de un albergue de Bariloche, que me miran como si fuera la novedad. Me ofrecen mate, me sacan fotos, hacen chistes, se ríen de mí. Allá vamos. Pasaron tres meses desde que Van Ditmar prometió que me pondría en contacto con Lewis y, en el medio, una secretaria del magnate me avisó por correo electrónico que estaban dispuestos a colaborar con esta investigación pero que Lewis no daba entrevistas. Me enojé, insistí y, al parecer, el magnate y su gente cambiaron de parecer. Pero las instrucciones fueron muy precisas.

Julio Álvarez, un periodista que se presentó como su vocero y que también atendía en ese momento la corresponsalía del diario Río Negro en El Bolsón, fue el encargado de citarme para el sábado siguiente en la tranquera de Hidden Lake. “Es una excelente oportunidad para que conozcas a Joe. Y es la única, porque luego viaja hacia Europa”, me escribió en aquel mail que me puso a buscar febrilmente un pasaje a Bariloche en pleno diciembre.

Más adelante, supe que Lewis evita pasar por su mansión durante el mes de enero. Sencillamente, porque esa época coincide con la llegada de los tábanos.

“Bueno, acá estamos”. El micro dejó la carpeta asfáltica y se introdujo en un camino de ripio que salía de la banquina, justo en el kilómetro 92. Llegué a la tranquera de Hidden Lake a la hora señalada. Me anuncié frente a Julio, el cuidador, un hombre de ojos azules como el cielo, y me puse a contemplar el entorno, aliviado por una brisa de aire fresco, un rumor de viento que sembraba calma. Calma que nada tenía que ver con mi ansiedad creciente. Sabía que la mansión de 2.500 metros cuadrados que Lewis se hizo construir a orillas del lago quedaba 18 kilómetros hacia el interior de las montañas, detrás de dos cerros que se funden en una quebrada encapotada por lengas. A través de ella, baja encajonado el río Escondido, que se termina uniendo a la cuenca de otro río, el Azul, el más maravilloso curso de agua de la comarca andina. Delante de mí, estaba una de esas postales que los turistas compran en las tiendas de recuerdos. Patagonia viva y en estado puro.
Esperaba cualquier cosa de Lewis. Pero nunca imaginé que él mismo vendría a buscarme. Y, mucho menos, de qué forma lo haría. La calma andina, de golpe, se deshizo.
No eran pájaros, eran las aspas de un helicóptero Bell 430 con capacidad para siete pasajeros lo que comencé a oír de pronto, como un latido cardíaco que empezó a rugir desde algún lugar de la cordillera. Y la secuencia, repentinamente, se convirtió en una imagen de película, una fracción de la danza de los helicópteros de Apocalipsis Now o una publicidad de Marlboro. A bordo, venía el amo y señor de esta geografía extraordinaria.

La nave aterrizó a unos quinientos metros de la tranquera y de su interior salió, diminuto e inclinado, como protegiéndose del viento que exhalaba la máquina, Joseph Lewis. Su apariencia estaba muy lejos de la idea que me había formado.

Frágil, pequeño, anciano, la cara colorada, arrugada como papel crepé, los pómulos chupados, una nariz delgada, Lewis no bajó solo. Lo acompañaba su inseparable secretaria barilochense, Silvana Llongaretti; el por entonces intendente de El Bolsón, Oscar Romera, radical, nacido y criado en la Patagonia y admirador del vecino millonario; y el periodista Julio Álvarez.

Lewis me tendió la mano, hizo una seña con la cabeza y nos pidió que lo siguiéramos. Nos internamos en un sendero boscoso, que nos condujo hasta el frente de una construcción inmensa. Parecía un shopping a punto de estrenar, con un amplio salón principal, de forma hexagonal, decorado con palmeras en el centro de un patio interno y varios pasillos que conducían hacia habitaciones equipadas para cuatro, seis u ocho personas. Parecía un hotel o, más bien, una casa gigante ideal para jugar a Gran Hermano. Era, en realidad, un futuro orfanato para niños carecientes de la zona que el magnate había imaginado construir para donar a la comuna, pero podía ser, como dicen algunas personas todavía, un centro de convenciones empresariales de marcado estilo andino. Lewis nos llevó por los pasillos, abriendo y cerrando puertas, explicando por qué había elegido pintura amarilla para las piezas y otros detalles. Su séquito asentía ante cada comentario del británico, que parecía un abuelo agradable, detrás de unos Ray Ban tornasolados, con su gorra de Lago Escondido y ese logo estampado arriba de la visera, un águila volando su vuelo de libertad.

Más adelante conseguí datos sobre esa construcción que el filántropo había bautizado All About Kids. El complejo cubría 4.200 metros cuadrados por 17 metros de altura y tenía un patio central de 900 metros cuadrados. Incluía todos los servicios e infraestructura recreativa para los niños de la Patagonia y representaba, según sus abogados, la máxima expresión del “compromiso compartido que Joe tiene con la comunidad”.

Joe ordenó volver a la nave. Nos acomodamos adentro. El piloto, copiado de una película de guerra (campera verde de aviador, el parche U.S. Army y anteojos oscuros), levantó vuelo y se internó en la quebrada que antes había visto desde la tranquera. Apareció primero la cordillera, eterna y blanca en sus faldeos. Abajo, manantiales de mil colores. Vi aparecer el lago Escondido y entendí el sentido de su nombre. Bautizar a la naturaleza es una tarea azarosa y arbitraria, una decisión supeditada a la emoción de los exploradores, por lo general. Pero en este caso no podía caber otro título para ese paisaje. El lago se halla verdaderamente oculto y es posible que toda su fama se la deba a la polémica que se abrió en la región con la llegada de Lewis. De no haber ocurrido así, varias generaciones de Montero se habrían ido a la tumba conservando el secreto sobre el tesoro mejor guardado. El Escondido, por su belleza, podría ser el fin del mundo.

Pero ¿qué vendría a ser entonces esa mansión desmesurada que apareció después, a orillas del lago? Hidden Lake, un caserón muy Beverly Hills que no termina nunca, con jardines que podrían ser los de Babilonia, parecía desde el cielo una maqueta de Disneyworld. Y la metáfora cobraba cada vez mayor fuerza a medida que identificaba desde el aire la figura de miles de personas que corrían por el parque del millonario: una cancha de fútbol, dos equipos enfrentándose, un área de juegos inflables gigantes y toboganes. Pensé en Neverland, la mansión de Michael Jackson. Pensé en los niños y recordé que a Joe le gustan mucho. Después me contaron de qué se trataba.

–A la fiesta de la familia vienen todos los empleados de Lago Escondido con sus esposas y sus hijos. También vienen los niños carecientes de la zona y además se juega la Copa de Fútbol Lago Escondido, de la que participan 20 equipos de once jugadores cada uno –me dijo, en el aire todavía, la secretaria del magnate–. Hoy es la final. Hay un asado para todos y luego la entrega de premios.

Hasta ese momento, Lewis sólo me había saludado, pero no me había dirigido la palabra. Y nadie se detuvo a explicarme cómo y cuándo podría conversar con él. Joe viajaba sentado al lado de una niña de no más de doce años y a cada rato le señalaba a través de la ventanilla de la nave alguna de las bellezas del paisaje. Julio Álvarez, el periodista que se presentó como vocero, no paraba de hablarme. El helicóptero aterrizó frente a uno de los patios del condominio, sobre césped cortado con precisión oriental, delante de una terraza fabulosa, con ventanales espejados y grandes portones palaciegos.

Empecé a certificar todo lo que se decía sobre ese lugar, a destejer el ovillo del mito y convertirlo en un hilo narrativo y real. Lewis caminaba adelante del grupo por una senda y a cada lado del camino se levantaban esculturas talladas en madera. Saludaba a niños que se acercaban para besarlo, les hacía unas morisquetas y se reía. Yo contemplaba lo que podía, en silencio. Pero lo que había a la vista era demasiado y no sabía qué mirar, qué decir, con quién hablar. Y sin embargo, todo el mundo en el mundo privado de Joe parecía moverse con naturalidad, como acostumbrados a la desmesura que gobernaba el lugar y a las extravagancias de su dueño.

Las hectáreas parquizadas de Hidden Lake incluyen hipódromo, cancha de tenis, de fútbol, de básquet, casa de muñecas, establos para cien caballos, alrededor de 80 empleados, cabañas que parecen las de un cuento de hadas para ellos y sus familias, gimnasio, un centro recreativo imponente con conexión a Internet y sala de cine, vehículos todo terreno, kartódromo, turbinas generadoras de energía eléctrica en los saltos de agua del río Escondido, un jardín que parece un centro de meditación zen, casa de muñecas donde podrían vivir varias personas, juegos aéreos arriba de algunos árboles, motos de agua. Y, supongo, herrajes de oro, cuadros que podrían ser Picasso y cosas que seguiré imaginando porque jamás me dejarán ver.

A Lewis no le gusta que se hable de él. A Lewis no le gusta dar entrevistas. Y aunque aceptó el pedido que le había hecho mucho tiempo antes, a través de Nicolás y en nombre de la revista Noticias, nuestro encuentro fue escueto y a la medida de lo que él mismo decidió. Íbamos rumbo a la cancha de fútbol cuando dio media vuelta y me habló por primera vez.

–¿Cómo era tu nombre? Dije mi nombre.

–Ok. Todas las preguntas que quieras hacerme me las puedes hacer ahora que estamos acá, pero no me pidas que nos sentemos a conversar.

Lewis miró su reloj. Siguió:

–A las tres de la tarde, el helicóptero va a estar listo para devolverte a la ruta.

A las 12.40 del mediodía tuve la certeza de que no iba a ser una entrevista convencional. Y de que Lewis manejaría la situación con holgura y agilidad. Había que preguntar ahora. Parado, rodeado de gente, incómodo. Empecé:

–¿Cómo fue que decidió instalarse en la Patagonia?

–Bueno, este es uno de los lugares más bellos del mundo. Y no encontré, honestamente, un sitio que me conmoviera más que este paraíso.

–¿Cómo conoció la Argentina?

–En 1992, un amigo australiano que tiene campos en La Pampa me invitó a conocer el país. No dejaba de insistirme en que debía comprar algo. Así que vine, pero recién volví para comprar en 1996.
Uno de los equipos convirtió un gol y todos nos dimos vuelta para mirar. Una hinchada de treinta o cuarenta personas agitaba banderas que decían Lago Escondido. Lo vi a Lewis celebrar el tanto. El equipo de sus empleados (vestían las mismas camisetas del Tottenham Hotspur) se ponía al frente del cotejo contra los gauchos de la comuna del Río Manso.

Seguí:
–¿Por qué se decidió por Lago Escondido?

–Fue la mejor oferta. Podría haber comprado en las Cataratas del Iguazú o algo en Salta o Mendoza, pero este era el sitio que soñaba. Y cada vez que regreso, no paro de disfrutar de todo esto y de la gente que vive aquí.

¡Mierda! Otro gol y el reportaje se me iba de las manos. Arremetí:

–¿Qué opina sobre la venta de tierras en la Patagonia y las polémicas que ha despertado el asunto?

–Que es una cuestión que debería estudiarse, pero no me parece que deba hacer comentarios sobre eso. Si algo se puede comprar, pues entonces cuál es el problema. En mi caso, yo compré lo que me dejaron comprar y aquí estamos todos. Bueno, me gustaría que todo lo demás que quieras saber de mí se lo preguntes a toda la gente que está aquí y si necesitas información sobre mi trabajo, puedes buscarla en Internet.

Así fue como Lewis decidió que nuestro diálogo había terminado. No dejó ni siquiera espacio para que yo hiciera una nueva pregunta, dio media vuelta y chistó a varios de sus asesores para que lo siguieran. Lo vi caminar encorvado hacia el sitio donde se concentraba la mayoría de los invitados y mezclarse entre sonrisas con el primer grupo de personas que lo integró a la charla. Luego, el magnate se fue a corretear con los niños que lo seguían y yo me dediqué a caminar por el lugar y conversar con algunos personajes. Un paisano me dijo: “Este gringo es un fenómeno”. Escuché a unas mujeres hablar de unos regalos que Joe les había hecho a sus hijos. Volví a ver a Lewis al cabo de un rato, y fue esa la última vez: pasó montando un caballo marrón, seguido por una tropilla de alazanes más petisos, montados por niños.

La copa Lago Escondido quedó en manos de uno de los equipos de los parajes vecinos. Y la entrega de premios fue maravillosa. Una carpa, un locutor, trofeos, indumentaria para los ganadores, aplausos. También hubo premios para seis chicos que habían ganado una competencia de postas coordinada por instructores de educación física traídos desde Europa solo para la ocasión. “Para los ganadores–anunció Nicolás Van Ditmar e hizo una pausa como buscando generar misterio– …viajes en helicóptero”. Y estalló la ovación. Se advertía un derroche de dinero asistencialista y decidido, una evidente búsqueda de adhesiones y voluntades solventada por recursos económicos ilimitados.

Me acerqué al sector donde se preparaba la comida, el banquete sería faraónico: 32 costillares bien clavados se doraban sin pausa, custodiados por un ejército de asadores hechos con el mismo molde, todos vestidos como paisanos, con un atuendo similar: bombachas de campo beige, alpargatas de yute, camisa oscura, pañuelo atado al cuello. Probé el almuerzo: un sabroso sándwich de carne asada. Brindé con gaseosa porque en Hidden Lake, por decisión del dueño, está prohibido beber alcohol.

Se hizo la hora. Cerca de las tres de la tarde, Nicolás Van Ditmar vino hasta donde me encontraba. “Viste que no es lo que se dice… ¿Y? ¿Qué van a decir ahora los periodistas de Buenos Aires?”, me desafió. Sonreí lo que pude. Y escuché el sonido de las aspas. Dos minutos después, volví a ver el lago desde el cielo y pude contemplar de nuevo el brillo de Hidden Lake. El dueño de casa paga para que todo brille, pensé mientras veía cómo discurría por una quebrada un río de color esmeralda. Y paga bien.

En principio, Lewis paga a sus empleados –jardineros, mecánicos, cuidadores de animales y administradores, que viven de lunes a viernes en la estancia y que hasta reciben visitas médicas y odontológicas allí– los mejores sueldos de la zona. Pero paga mucho más, en realidad.

Desde que llegaron a El Bolsón, el británico y su equipo de asesores vienen operando de forma casi demagógica sobre el sector de la población rural con menos recursos y ocupando, en muchos casos, un lugar que debería ocupar el Estado provincial y nacional. Es evidente el paternalismo con que Lewis procede delante de sus invitados y de sus vecinos. No tiene nada de malo, en principio. Pero existen denuncias que señalan que detrás de ese altruismo en apariencia desinteresado se esconden otros intereses.

En la Patagonia despoblada es muy sencillo, si se tienen los recursos y los contactos políticos necesarios, establecer leyes propias y crear verdaderos latifundios: pequeños estados dentro de otros más grandes empobrecidos o dominados por familias de la zona.

En el caso de Lewis, las evidencias afloran por todos lados. No pasa un mes sin que los vecinos se desayunen con un nuevo gesto, en apariencia solidario, del millonario. Sus asesores dicen que actúa por pura bondad.

La abogada Dalila Pinacho fue hasta mediados de 2009 la encargada de Relaciones Institucionales de Hidden Lake. En febrero de 2006 declaró a la revista Gente: “Joseph entiende que los emprendimientos en beneficio de la comunidad pueden ser acompañados por quienes tienen los medios para hacerlos. Todo lo que se espera es que el ejemplo de realizar un trabajo sin otro fin que la educación, el deporte y las mejoras de las condiciones de salud –siempre desde la solidaridad– ayude a despertar en otros la conciencia de servicio hacia los demás”.

Sea como fuere, la política de seducción del británico es asombrosa por lo exótica y por lo sorprendente. Lo primero que hizo, mucho antes de que estallaran las denuncias por el control de acceso al lago, fue convertir su mansión en un destino recreativo para la mayoría de los colegios y hogares de chicos de la región. Así, la casa de Lewis se transformó en el raro diamante del que todo visitante hablaba cada vez que volvía de ese viaje hacia otra dimensión, el palacete encantado del Escondido.

En 1999, Lewis instaló en la estancia un servicio exclusivo de Mc Donald’s, franquicia que hasta entonces no existía en la Patagonia, para agasajar a un contingente de varias centenas de chicos que fueron de excursión. Años después, para un Día del Niño, llamó por teléfono al intendente de El Bolsón y le dijo en “espanglish”:

–Cachoooo, quiero regalar pelotas y muñecos para todos los pequeños del pueblo.

Romera aceptó, pero con la condición de que Lewis lo acompañara a repartirlos casa por casa. Y así ocurrió. El jefe comunal aprovechó para hacer campaña y salió a recorrer los barrios pobres de la ciudad, acompañado por el nuevo vecino, que repartía regalos, cual Rey Mago venido de un lugar lejano, con una sonrisa de oreja a oreja.

En el invierno de 2003, un desborde del río Quenquentreu arrasó con centenares de viviendas de pobladores que se afincaron en las márgenes de ese curso de agua que parte en dos a la localidad. Este problema es una constante en El Bolsón, donde varios barrios, debido a la desidia de funcionarios locales, fueron mal trazados y diseñados dentro del lecho del río, que se vuelve agresivo cada vez que la lluvia y los deshielos azotan a partir de la primavera. Lewis llamó al intendente cuando el clima volvió a hacer estragos. Pero esta vez lo hizo para avisarle que había depositado en una cuenta 30.000 pesos y que utilizara ese dinero para lo que fuera necesario. Luego donó 3.000 colchones y varios juegos de frazadas.

Lewis procede como un líder populista y muchas de sus apariciones parecen las de un político en campaña. Una de las anécdotas que más recuerda la gente de la comarca señala que cierta vez, en 1998, sobrevolando la zona a bordo de un helicóptero, descendió en un paraje de campo de la cordillera, cerca del río Manso, y se puso a jugar un partido de taba con los gauchos del lugar. Luego los invitó a comer un asado a su casa. Se fue y prometió volver. Lo hizo varias veces más, claro.

Hace dos años, el magnate volvió a sorprender a sus empleados y a varios vecinos. En ocasión de una visita de su hijo Charles a la mansión, ordenó: “Hagamos una fiesta”. Y Hidden Lake producciones puso toda la maquinaria en funcionamiento. La celebración tuvo su cuota de originalidad: el británico hizo traer desde Buenos Aires, pagando, desde luego, a una de las mejores bandas clon de The Beatles que existen en el país, The Beats. Y todos bailaron Day Tripper, pero él no se movió mucho: por aquellos días, lo acompañaba a sol y a sombra una kinesióloga, contratada para aliviarle una dolencia muscular, al parecer en las piernas, que no lo dejaba en paz. La fiesta, sin embargo, se llevó adelante, como tantas otras.

Así se ha ganado Lewis, especie de Tío Rico que regala dinero, el afecto de una parte de la población de El Bolsón y un apodo que lo resume todo: en la puerta trasera de una de las dos ambulancias equipadas con unidades coronarias que donó al municipio el Tavistock Group, figura la siguiente leyenda “Gracias Tío Joe”. Y los vehículos, dos camionetas que sobresalen por su color naranja y blanco, como las que se ven en los Estados Unidos y Europa, parecen copiadas del cine.

Pero el goteo de los bolsillos del “Tío Joe” también salpica al poder o a quienes pueden darse el gusto de coleccionar antigüedades. El 13 de octubre de 2003, el diario Río Negro dio cuenta de otra celebración, tan “fierrera” como refinada, que Lewis repitió en los años siguientes.

El artículo se titulaba “Verdaderas joyas mecánicas en un paisaje de ensueño”: “el BolsóN (AEB). La pasión por los autos antiguos fue la excusa ideal para que decenas de amantes de los ‘fierros’ disfrutaran de las bellezas naturales del lago Escondido, despuntaran el vicio por las carreras de regularidad y vivieran una jornada más cercana al ‘jet set’ vernáculo que a la velocidad y las pistas. Las ‘500 Millas Sport’ y sus autos de época pasaron por la estancia del magnate Joe Lewis dejando anécdotas y el recuerdo de algunos famosos como Gregorio Pérez Companc, que condujo un Ford Cobra.

[…] Los autos antiguos y sus fanáticos pilotos llegaron hasta El Foyel para completar una serie de pruebas cronometradas en el kartódromo que el establecimiento Lago Escondido construyó en el lugar.

[…] Una vez más la estancia Lago Escondido fue anfitriona de un evento de este tipo. En la amplia explanada, frente a la mansión que construyó el magnate Joe Lewis, se desplegaron los sesenta vehículos de época que participaron de la competencia. El Jaguar, el Aston Martín, el Austin o los Porsche, no desentonaban con las líneas señoriales de la impresionante construcción.

[…] La estancia de Lewis, desde hace tiempo, viene apoyando distintas actividades deportivas, como competencias de kárting, carreras atléticas o campeonatos de fútbol interinstitucionales. Este fin de semana brindó el marco de belleza natural para que los competidores de las ‘500

Millas Sport’ tuvieran un prolongado descanso.

Fue paradójico ver como algunos ‘ricos y famosos’ se quedaban boquiabiertos ante la majestuosidad de lo logrado por Joe Lewis en Lago Escondido”.

La lista no termina con el artículo: los asesores de Lewis –es decir, el ejército de empleados conducidos por Nicolás Van Ditmarse han empeñado a lo largo de estos años en convertir a Lago Escondido en el escenario ideal para cientos de acontecimientos: carreras de aventura, convenciones, visitas de personalidades políticas y del deporte, celebridades del cine. Detrás de esa continuidad de celebraciones y buenas obras, están las historias que irritan a Lewis y a su gente. En El Bolsón, no son pocos los vecinos y concejales que creen que debajo de su generosidad se esconden otros objetivos, como el posible control de las nacientes de agua de esa parte de la Patagonia. Pero Lewis ignora las acusaciones y avanza con su modus operandi.

Cada vez que un político viaja a la zona, suele pasar por Hidden Lake a comer un cordero patagónico. La costumbre la inició el ex gobernador de Río Negro, Pablo Verani, cuando festejó con una gran cena regada con tinto de alta gama, frente al lago, su victoria electoral de 1997. Pagó Lewis. Y pasaron varias cosas. Aquella noche, el británico sacó el tema del viejo hospital de El Bolsón, que el flamante gobernador pensaba restaurar:

–¿Y le conviene arreglarlo? ¿Cuánto le cuesta hacer uno nuevo? –preguntó el millonario.

–Con tres millones de dólares haríamos uno muy moderno para la zona –respondió Verani.

–Muy bien, tráigame el proyecto, yo pongo la mitad –se lanzó Lewis.

Y la conversación saltó hacia otro asunto.

–¿Por qué no vino a verme cuando estuvo en Washington? –le recriminó el candidato a filántropo.

Algo incómodo, Verani recordó dos cosas: que había preferido quedarse mirando viejos monumentos de la ciudad y una frase que en esos días le había dicho el por entonces presidente del Banco Mundial, James Wolfensohn: “Mi amigo Lewis quiere conocerlo, quiere mandarle el avión para que vaya a verlo a Orlando”.

La sospecha de que Lewis podría haber aportado fondos para la campaña de políticos locales y provinciales corre entre los cerros con fuerza de verdad. En cuanto a lo del hospital, nunca se concretó.

Lewis estaba decidido a donar los fondos para la construcción del centro de alta complejidad que pretendía ser el más moderno de toda la Patagonia. Sería un lujo, pero además un beneficio sustancioso para los vecinos de la comuna, que aún hoy se ven obligados a viajar hasta Bariloche cuando necesitan estudios que exceden la capacidad de la sala de primeros auxilios municipal.

Lewis quería un hospital sofisticado, como el de Boston o Chicago, pero en el medio del valle, entre cerros y tierra fértil. Las polémicas estallaron justo cuando comenzaban a delinearse los detalles del proyecto.

Entonces un grupo de legisladores locales denunció que Lewis estaba controlando el acceso a las cuencas de agua y que, detrás de su donación millonaria, se ocultaba lo que realmente iba a pedir a cambio: anexar más tierra fiscal a sus terrenos y evitar que lo molestaran con la cuestión del paso hacia el lago Escondido, la verdadera piedra de la discordia. Lewis no toleró la acusación, se enfadó y depuso su actitud automáticamente: retiró el ofrecimiento de la donación, luego de manifestar que no estaba interesado en que sus gestos fueran utilizados con fines políticos. Pero el gran debate que gira en torno a Lewis y su mansion está relacionado con el acceso al lago Escondido. Un debate sobre agua pura: agua que todavía hierve en el medio de una discusión caliente y sobre todo trabada en la Justicia.

La verdad es que Lewis no compró el lago sólo porque la ley no se lo permite. Todas las cuencas hídricas de la Argentina son públicas, pero el británico adquirió la totalidad de las hectáreas que bordean el espejo de agua y si uno quiere llegar hasta la orilla, hay que atravesar un camino por dentro de la propiedad privada: 18 kilómetros de ripio mejorado que nacen en el kilómetro 92 de la ex ruta 258, actual ruta nacional 40, y que mueren en la costa oriental del lago, justo cuando aparece la mansión. El trayecto que hice para llegar a ella. Huelga decir que el camino es un sueño. Un sueño muy privado.

Por Gonzalo Sánchez- See more at: http://www.revistaanfibia.com/cronica/hombre-del-lago/#sthash.FYUPBk47.dpuf


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