Por Ricardo Forster
La diversidad de problemas que se derivan de un contexto histórico sobrecargado de inquietudes y que ha catapultado hacia el centro de la escena situaciones que exigen una auscultación a fondo de supuestos y certezas que se erguían como intocables antes del 11/9/2001 constituye uno de los datos centrales de este giro de época que ha caracterizado la entrada en el turbulento siglo XXI. Una de esas situaciones sobre la que cae una nueva luz es la del extranjero; pero esa luz que delinea de otro modo su silueta no es necesariamente un foco de esperanza ni supone un reconocimiento del estatuto de aquellos que hoy viven en la intemperie, arrojados de sus tierras, vagabundos en medio de una realidad hostil, parias que no encuentran un hogar y que lo han perdido todo. Los refugiados sirios o africanos (por mencionar a los hoy más visibles) representan de un modo extremo y doloroso la fragilidad absoluta del expulsado, del que ha huido del hambre y la violencia, de aquel que entre una muerte casi segura y las enormes penurias de los campos de refugiados apenas si alcanzó a elegir la segunda alternativa.
Que las culturas antiguas practicaban la hospitalidad es algo demasiado conocido aunque silenciado.
La globalización del capital y de las mercancías supura una nueva forma de indigencia, arroja al vertedero de la historia a masas anónimas de seres humanos despojados de cualquier tipo de derechos, sombras que se desplazan de aquí para allá buscando un lugar imposible, una tierra hospitalaria. Leer los síntomas de un tiempo de injusticias articulado con una exuberante exhibición de riquezas inauditas de parte de los países ricos de la tierra supone, en primer lugar, toparse con esa figura del desterritorializado, de aquel que ha quedado al margen de la ley y del mercado, de quien pasa a ser nada, nadie, un vacío que, sin embargo, ocupa el lugar del escándalo moral de una sociedad que prefiere desplazar su responsabilidad, que opta por elaborar supuestas políticas “humanitarias” que no hacen otra cosa que consolidar el terrible estatuto del paria. Ser un refugiado implica carecer de derechos y quedar disponible ante las decisiones del poder soberano, de esas máquinas estatales que hoy deciden sobre el destino (léase la vida o la muerte) de millones de expatriados que pululan por un mundo inhóspito.
Pensando en la insistencia con la que el filósofo lituano-francés Emmanuel Lévinas destacó la cruda manifestación de un tiempo de olvidos y exclusiones, Jacques Derrida señala que fue siguiendo su escritura que nuestras miradas se dirigieron hacia “eso que hoy está ocurriendo, tanto en Israel como en Europa o Francia, en África, en América o en Asia, desde la Primera Guerra Mundial al menos, desde aquello que Hanna Arendt llamó El declive del Estado-nación: en cualquier lugar donde refugiados de toda especie, inmigrados con o sin ciudadanía, exiliados o desplazados, con o sin papeles, desde el corazón de la Europa nazi a la ex Yugoslavia, desde el Oriente Medio a Ruanda, desde el Zaire a California, desde la iglesia de San Bernardo en el distrito XIII de París, camboyanos, armenios, palestinos, argelinos y tantos y tantos otros reclaman una mutación del espacio socio y geopolítico, una mutación jurídico-política pero, antes que nada, si este límite conserva aún su pertinencia, una conversión ética”.
Lo que la actualidad ilumina es aquello que ya constituía una realidad mundial pero que, pese a su escandalosa presencia en el centro mismo del mundo desarrollado, permanece invisibilizado, suerte de ausencia que en su extraordinaria proliferación se vuelve sombra indiscernible para aquellos que habitan un tiempo de ensimismamiento y de autismo moral. Tal vez este sea uno de los síntomas de una época de furiosas iniquidades, sea la expresión muda de una violencia demoledora que ha caído sobre millones de seres humanos despojados, dañados en el fondo de su integridad, arrojados de su dignidad y desnudados de subjetividad.
La imagen era elocuente: rostros demudados, niños hambreados y sufrientes, moscas, suciedad, cuerpos heridos e infectados, ojos vacíos o llenos de un dolor inextinguible; todo estaba allí, la pantalla televisiva lo abarcaba con su impunidad única, desconsoladora, capaz de mostrar lo irrepresentable. Pero lo más sorprendente no eran las imágenes que ofrecía la CNN, lo terrible, lo moralmente inaudito, era que esas atrocidades acompañaban las plácidas conversaciones de los comensales de un restaurante porteño. Mientras escribo estas líneas, mientras intento pensar el horror contemporáneo que se ceba sobre el cuerpo del refugiado, no puedo dejar de recordar esa escena absurda y tremenda, pródiga de significaciones, expresión de un idiotismo moral que hoy atraviesa de lado a lado a los ciudadanos que permanecen de este margen del mercado, que aún pueden disfrutar de una acomodada vida burguesa. Los reflejos que mueven a la indignación frente a la injusticia están abotagados, incluso para muchos ya ni siquiera existen; es posible comer y mirar, comentar la campaña de Racing o de River y de reojo observar el rostro de un niño afgano o sirio o somalí (los países se disuelven en medio de la barbarie), escaldada su piel, abierta la mirada hacia nadie. Y eso no le sucede solo al individuo indiferente, a aquel que hace mucho no se subleva por nada ni reconoce en la injusticia cometida contra el débil un acto que lo involucra; eso también me sucede a mí que también estaba cenando con amigos y mientras las imágenes se sucedían podíamos hablar tanto de los bombardeos sobre Kabul o sobre alguna aldea siria como de la estupidez de ciertos políticos o las posibilidades de la selección argentina en la próxima Copa América. La diferencia radica en que al menos uno siente lo absurdo y alucinante de la escena, sabe que algo no funciona, que allí hay un claro ejemplo de una realidad dislocada, de una fragilidad moral absoluta, pero también sabe que el sistema ha logrado profundizar en estos efectos, en estas extrañas alquimias, que ha mostrado una inagotable capacidad de invalidar la genuina indignación convirtiéndola apenas en un gesto de conmiseración distanciada. Incluso uno de los efectos que produce en el espectador es el de estar frente a causas naturales, a fuerzas indómitas y oscuras que vuelven inexorable esa realidad atroz. ¿Quién asume la responsabilidad? ¿Cuáles fueron las causas de esas hambrunas y de esas multitudes de refugiados? ¿Qué se hace para paliar el sufrimiento? ¿Qué podemos hacer nosotros? ¿Cuál es la raíz de la injusticia? En la profundización del abismo abierto entre el refugiado y el comensal está simbolizada la tragedia de nuestra época.
La globalización del capital y de las mercancías arroja al vertedero de la historia a masas anónimas de seres humanos.
El refugiado es apenas una figura que ocupa momentáneamente la pantalla, que apenas si deja una tenue marca en la retina del telespectador que será rápidamente reemplazada por otra imagen completamente opuesta, tal vez la de bellos cuerpos juveniles tomando sol en una playa caribeña. En esa proliferación multívoca radica la astucia del dispositivo mediático: todo está allí, todo es mostrable y, al mismo tiempo, el efecto es el de una abrumadora distancia incluso allí donde lo que vemos resulta absolutamente cercano. Todos nos hemos vuelto espectadores de un mundo que solo parece acontecer en el terreno inasible de la realidad virtual. El problema surge cuando lo impensado sucede ya no en esa virtualidad sino que pasa a habitar nuestros días, a convertirse en parte de un paisaje contaminado y violento tomándonos desprevenidos e incapacitados para hacernos cargo de aquello que nos está sucediendo y cuyo efecto atraviesa nuestras vidas más allá de la televisión. En este sentido, el 11/9/2001 y lo que vino después (pensemos, por supuesto, en nuestro diciembre de 2001 y así sucesivamente…) constituye el retorno de lo real que destripa las falsedades virtuales, que nos enfrenta a aquello que antes no veíamos o no queríamos ver. Sobre nosotros aparece lo que seguía estando allí, esas descargas de tremenda violencia destructiva que toma por sorpresa a una sociedad que se creía incontaminada, limpia de esos atajos bárbaros, conflictuada por cuestiones menores, insignificantes frente a la realidad reventando su pus sobre la incomprensión de espectadores anestesiados.
La evidencia de esas imágenes del horror compartiendo la cotidianidad culinaria no sólo nos remite al desfondamiento valorativo, al anestesiamiento moral de una sociedad que gira en el vacío de sí misma; también nos permite construir una reflexión sobre la condición del otro, de aquel que se ha convertido en refugiado y nos exige retomar la cuestión hoy olvidada de la hospitalidad, del gesto de acogida que respeta la sacralidad del huésped. Que las culturas antiguas practicaban la hospitalidad es algo demasiado conocido aunque silenciado; que principalmente lo hacían las comunidades del desierto entre las tribus nómades también lo es. Lo que queda por pensar, siguiendo el sendero abierto por Lévinas, es la profunda implicancia cultural y ética de esa hospitalidad, de esa imprescindible acogida al extranjero, confrontándola con la ausencia contemporánea, con los extenuantes e hipócritas debates alrededor de la figura del refugiado. Se trata no de regresar a un pasado clausurado, a aquel tiempo en el que cualquier alejamiento del hogar significaba entrar en tierras de peligros, sino de pensar nuestra época que ha visto surgir como uno de sus dramas centrales la proliferación de masas migrantes que se desplazan sin un norte seguro, que huyen del hambre y las guerras civiles, que buscan la quimera de un futuro para sus hijos, que siendo parias en su tierra creen que podrán dejar de serlo en esos países vislumbrados como fabulosos desde la lejanía de su increíble pobreza e intemperie.
Pero también la acogida del extranjero remite a otra dimensión fundamental: nos recuerda la continuidad del rechazo racista, el recuerdo vivo del exterminio judío, la negación del otro que condujo a la muerte de millones de seres humanos despojados de reconocimiento y de derechos. Desde el genocidio perpetrado por los turcos contra la población armenia, pasando por la aniquilación de los gitanos por parte de los nazis, hasta los campos de estupro étnico en la ex Yugoslavia y las masacres de tutsis en Ruanda y los millones de desplazados sirios de nuestra actualidad, vuelve una y otra vez la tragedia del otro, el terrible lugar del diferente o simplemente del proveniente de otro pueblo. Genocidios racistas, genocidios culturales, genocidios por razones políticas, genocidios económicos, todas formas de una constante que se continúa, como si no hubiera habido ningún aprendizaje, en el siglo XXI adquiriendo la fisonomía, ahora, del refugiado, de aquellas masas desprovistas de entidad jurídica, pasivos sujetos de las decisiones de otros, cuerpos en disponibilidad, Homo sacer.
Fuente: veintitres