El sueño de la razón
Silvia Ribeiro
Periodista y activista uruguaya, directora para América Latina del Grupo ETC, con sede en México.
Hace pocas semanas, la revista científica Occupational & Environmental Medicine (Medicina ocupacional y ambiental) publicó un estudio de Lygia Budnik y otros investigadores alemanes, que da cuenta de que las enzimas transgénicas que se usan en el procesado de productos alimentarios, de limpieza, perfumes y farmacéuticos, podrían ser potentes alérgenos.
El tema nos toca directamente a la mayoría porque son productos con los que estamos en contacto o consumimos cotidianamente, sin saber qué contienen. Como en tantos otros casos, las industrias alegan que no hay nada extraño, que son productos equivalentes a los naturales o cuando menos, a los químicos que ya existían y se usaban en los mismos procesos.
Por el cabildeo de la industria y la típica vista gorda de las agencias reguladoras oficiales, los productos que son derivados de reacciones con enzimas o fermentación con microbios, levaduras o mohos modificados genéticamente, es decir, transgénicos o derivados de biología sintética, no necesitan pasar por evaluaciones de bioseguridad e incluso, pueden ser vendidos como “naturales”. A veces, esas fragancias o saborizantes ya no eran derivados botánicamente, sino productos sintetizados a partir de productos químicos, entonces por ser fermentados ahora en tanques por microbios vivos –aunque sean transgénicos– las industrias los llaman “naturales”.
Un ejemplo de este tipo de proceso es la vainilla. El extracto natural, proveniente del fruto de una orquídea, es originario de México y está enraizado con las culturas indígenas y campesinas donde crece, que la cuidan y les provee alguna entrada económica. Vean al respecto el hermoso relato de esta historia que hizo Verónica Villa en Ojarasca, diciembre 2015. No obstante, la mayor parte de la vainilla natural fue reemplazada en el mercado por la artificial, sintetizada a partir de un derivado de petróleo. A partir de 2009, Evolva, una empresa de biología sintética, comenzó a producir vanilina, lo que da el sabor y fragancia a la vainilla, en tanques con microorganismos manipulados para excretar el compuesto, y al llamarla “natural” compite con el poco porcentaje de mercado que les queda a los campesinos, verdaderos cuidadores de la vainilla.
En el caso que ahora reportan el equipo de investigadores alemanes, se enfocaron en enzimas modificadas genéticamente, ya que la producción con este tipo de enzimas se ha expandido enormemente, siendo actualmente un mercado global de más de 10,000 millones de dólares. Las enzimas se usan para acelerar procesos alimentarios industriales –desde quesos a panes, pastelillos, bebidas- pero también para alterar el contenido y colocarles el sello de “light”. O en productos cosméticos, de limpieza y medicinas para cambiar o aumentar la acción, eficacia, rapidez, etc. O al menos prometer que lo harán y vender el producto a mayor precio, con ese contenido que, cumpla o no la promesa, ahora vemos que además puede producir alergias. Y quién sabe qué más, porque las alergias son apenas el primer paso de una reacción inmunológica que puede indicar un proceso mucho más grave.
Analizaron muestras de sangre de 813 trabajadores de las industrias de bebidas, alimentos, detergentes y farmacéuticos, que en su proceso de trabajo están en contacto con estas enzimas y encontraron que un 23 por ciento, tenían anticuerpos específicos de reacción a enzimas, una forma de detectar el desarrollo de alergias. Frente a ciertas enzimas manipuladas, como la alfa amilasa, la presencia de anticuerpos fue de 44 por ciento. En entrevistas directas con un grupo de 134 trabajadoras y trabajadores , 36 por ciento dijo tener síntomas alérgicos, como rinitis o asma. A partir de esto, el equipo alemán exige que estos procesos deben evaluarse por su potencial alergénico antes de su uso y venta. Las enzimas transgénicas usadas en muchos procesos en esas industrias, “deben ser tratadas como sustancias químicas peligrosas” declararon al periódico británico The Guardian.
Aunque analizar los productos antes de lanzarlos al mercado o como mínimo etiquetar sus posibles riesgos, parecen demandas mínimas que no resuelven los problemas de fondo, aún así, están cada vez más lejos de cumplirse. No atienden tampoco a las y los trabajadores expuestos en la producción, o a quienes, como parte de su trabajo, deben usar productos de limpieza que ni siquiera tienen opción de elegir.
El tema del etiquetado, refleja además la inversión que han logrado las industrias a su favor. En lugar de obligar a etiquetar –o impedir que circulen productos- a quienes ganan vendiendo veneno, sean productos con agrotóxicos u otros contenidos peligrosos en alimentos, cosméticos, productos de limpieza; lo que se tiene que etiquetar y es más caro, son los productos orgánicos o los que no contienen ciertos químicos, fragancias artificiales y otros productos riesgosos o dañinos. La lista de las cosas que nos avisan nocontienen los productos que usamos cotidianamente crece día a día, según se van haciendo inocultables sus impactos luego de haber estado en circulación por años o décadas, pero multiplicando al mismo tiempo el negocio de los sellos, las certificadoras, etc.
La industria agroalimentaria, igual que la farmacéutica, química y otras, se basa en la permanente externalización de costos hacia el resto de la sociedad. Por ejemplo, según las investigaciones del Grupo ETC, por cada peso que pagamos a la cadena agroalimentaria en productos, pagamos dos pesos más del erario público en daños a la salud y ambientales.
Complementariamente, para las industrias, un cierto nivel de enfermedad –que no impida seguir explotándonos laboralmente o que sigamos consumiendo, ni tampoco nos mate, porque desaparecemos como consumidores– es provechoso, porque les permite vender nuevos productos, curas y dietas, donde la “culpa” por estar enfermos es percibida en forma individual y nos hace más vulnerables, pasivos, preocupados por la enfermedad de un familiar, lo cual quita del foco de análisis que se trata de fenómenos sociales.
La sujeción a través los productos de consumo y sus impactos, se complementa con otras formas de opresión, sea explotación laboral, contaminación del aire, del agua, de los territorios; todas facetas de escenarios que tienden a minar las posibilidades de resistencia, de mantener, construir o a veces hasta imaginar mundos diferentes.
Más razones para valorar, fortalecer, recrear los ámbitos de comunidad, por ejemplo con producciones campesinas y mercados locales, huertas urbanas y comunitarias, donde el intercambio de saberes, la confianza y el conocimiento sean lo que garantiza la calidad de lo que comemos, donde podemos ser parte directa y mutua de los procesos y salir de las cadenas de las empresas que nos llenan de tóxicos y productos artificiales que no necesitamos. Que son además espacios de encuentro en que los lazos de relación no sólo nos apoyan para mantenernos sanos –o ir encontrando formas de recuperar la salud– también son espacios posibles para entender los contextos que nos exponen a todo esto y resistirlos.
Fuente: desInformemonos