La crisis de derechos humanos con la que diversos organismos internacionales han definido la situación que vive México se distingue de manera alarmante en el ámbito del activismo medio ambiental, donde en los últimos ocho años se ha documentado casi medio centenar de asesinatos de defensores de la tierra. La concentración de homicidios en los últimos años da muestra de la vulnerabilidad que ha afectado a este colectivo de activistas durante la administración del presidente Enrique Peña Nieto.
Según denuncia la organización Global Witness [1], entre los años 2010 y 2015 se produjeron 33 asesinatos, mientras que entre los meses de junio de 2016 y mayo de 2017 se registraron once ejecuciones extrajudiciales, entre ellas la de Isidro Baldenegro, quien había sido galardonado en 2005 con el prestigioso Premio Goldman por su campaña contra la tala ilegal de árboles en la Sierra Madre Occidental.
La alerta sobre la violencia y las amenazas a activistas y líderes comunitarios han llevado a diferentes organismos internacionales a reiterar los llamamientos al Estado de México para que proteja de manera específica los derechos humanos de quienes desarrollan su labor en el marco de conflictos territoriales asociados a las políticas de desarrollo y a la construcción de megaproyectos. La Comisión Internacional de Derechos Humanos (CIDH) ha expuesto su preocupación ante el aumento de la vulnerabilidad que presentan las y los defensores de la tierra, el territorio y el ambiente, coincidiendo con el creciente número de conflictos socioambientales desatados por empresas extractivas y energéticas que operan en la mayor parte de los estados de México. La comisión califica de “devastador” el incremento de la violencia contra aquellas personas que defienden la tierra y la protección de los recursos naturales y que constituyen el “41 por ciento de todos los homicidios a personas defensoras en la región”.
Violación de derechos humanos en contextos desarrollistas
El incremento específico de la vulnerabilidad sobre defensores ambientalistas es una consecuencia directa de la proliferación de megaproyectos, que se ubican en la práctica totalidad de los estados del país amparados por las políticas federales que privilegian la inversión del capital privado frente a los intereses de las poblaciones, que ven amenazadas sus formas de vida.
Una de las políticas que persigue incentivar la inversión de grandes empresas es la declaración de determinados territorios como Zonas Económicas Especiales (ZEE), un foco de atracción de capital privado a partir de incentivos fiscales, entre otros estímulos. Desde la perspectiva gubernamental, la implementación de estas medidas se plantea como una estrategia desarrollista para impulsar la dinamización económica de los estados más empobrecidos a partir de la instalación de megaproyectos, habitualmente relacionados con la explotación energética pero también con el turismo o la creación de infraestructuras.
Es precisamente por ello que la amenaza de las grandes empresas recae con mayor virulencia sobre contextos comunitarios, con alta presencia de población indígena y campesina, y donde la entrada del capital privado rompe los sentidos comunitarios, por ejemplo, con la apropiación de bienes comunes y terrenos ejidales que históricamente han pertenecido a las comunidades y que, sin un certificado de propiedad privada, pierden legitimidad sobre el uso de la tierra.
La vulnerabilidad de las poblaciones rurales frente a las corporaciones se ve potenciada por la presencia de actores armados, legales e ilegales, asociados a la instalación de los proyectos en los territorios. Según ha documentado la organización Global Witness, la violencia adquiere diferentes formas de criminalización y hostigamiento, como detenciones arbitrarias, campañas de difamación y perjurio contra activistas ambientales, acusados de oponerse al desarrollo y la modernización del territorio, y, en los casos más extremos, asesinato de quienes lideran las luchas.
Agresiones con un fuerte componente de género
El componente de género en la persecución de activistas ambientales se constata a tenor de la gravedad de los casos identificados en los territorios. En los primeros días de 2018 se ha tenido noticia de los siguientes hechos: el feminicidio de la defensora ambientalista Guadalupe Campanur, cuyo cuerpo fue encontrado con signos de tortura; la detención de la activista maya q’eqchi´ Magdalena Cuc Choc, y la alerta sobre el riesgo de la vida e integridad personal de la defensora Bettina Cruz y su núcleo familiar, denunciada por la CIDH.
Se trata de los casos más recientes de una multitud de ataques que han sufrido en los últimos años y de manera específica las mujeres defensoras: la Red Nacional de Defensoras de Derechos Humanos en México[2] ha documentado más de cuarenta asesinatos de mujeres activistas desde 2010, mientras que alertan de un incremento del 366 por ciento del total de agresiones a defensoras durante el periodo 2012-2016. Solo en Oaxaca, uno de los estados con mayor conflictividad social a causa de las políticas de desarrollo, se ha podido registrar un incremento exponencial de las agresiones hacia mujeres defensoras: de 11 ataques documentados en 2012 a 35 en 2016[3].
La criminalización de las personas defensoras del territorio adquiere formas específicas en el caso de las mujeres, de manera que las redes de derechos humanos alertan de la vulnerabilidad de las activistas y de la necesidad de integrar una perspectiva de género en las medidas de protección. Por ejemplo, en el caso de las mujeres defensoras se identifican agresiones de componente sexual, insultos, amenazas sobre las familias o campañas de difamación que persiguen la pérdida de prestigio en la comunidad. Las detenciones arbitrarias o ilegales también se convierten en estrategias de criminalización y desmovilización social.
Algunos de los casos denunciados de manera reciente fueron las detenciones arbitrarias de Enedina Rosas Vélez, acusada de “obstrucción a la construcción de obra pública”, en el estado de Puebla, y la acusación de María de la Cruz Donantes de robo en el marco de la lucha contra la construcción de un proyecto hidroeléctrico en Guerrero.
La lucha contra la impunidad: el caso de Bety Cariño y Jyri Jaakkola
La ausencia de justicia en los casos de violencia hacia defensores y defensoras de derechos humanos es señalada por las redes de activistas como el principal factor que contribuye a la perpetuación de la criminalidad en los territorios. La violación de los derechos humanos en México se ampara en una alarmante impunidad que niega el acceso a la justicia a las víctimas y familiares y favorece la repetición de las agresiones.
La ausencia de justicia en los asesinatos de la activista mixteca Bety Cariño y del finlandés Jyri Jaakkola se ha convertido en un caso emblemático, incluido en el informe Acuerdos Políticos de Impunidad, en el que también se recoge el caso de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos en Ayotzinapa. Los defensores Bety Cariño y Jyri Jaakkola fueron asesinados el 27 de abril de 2010 durante un ataque a la caravana humanitaria de apoyo a miembros de la población triqui que se encontraban sitiados. Los activistas sufrieron una emboscada en la que se produjo un tiroteo que acabó con la vida de Bety y Jyri y dejó heridas a otras diez personas más. El Estado mexicano aún no ha resuelto el crimen de estos dos activistas y se teme por la puesta en libertad de los únicos acusados.
El asesinato de estos dos activistas se ejecutó en un contexto de luchas y defensa del territorio de la población indígena triqui que habita en Oaxaca. El pueblo triqui cuenta con una larga historia de lucha por la autonomía respecto a las instituciones mestizas, que finalmente se materializó en la declaración de San Juan Copala como municipio autónomo. El éxito en la lucha por la autonomía no ha impedido que la violencia y los casos de desplazamiento sean parte de la cotidianidad de un pueblo que trata de superar las divisiones provocadas por intereses externos.
Uno de los casos que crearon más conmoción en la comunidad fue el de los asesinatos en el año 2008 de las jóvenes locutoras de radio Felícitas Martínez y Teresa Bautista, que se encontraban realizando su trabajo informativo en las comunidades cuando sufrieron un ataque con disparos. Las dos locutoras formaban parte del proyecto radiofónico “La voz que rompe el silencio”, una emisora popular puesta en marcha por un grupo de jóvenes que buscaba fortalecer el proceso autonómico del municipio y que había recibido las amenazas de los sectores opuestos a la lucha del pueblo triqui.
(*) Mª Cruz Tornay es colaboradora de Pueblos – Revista de Información y Debate.